Conocí a Antonio Mingote en el año 1977, cuando la UCD de Adolfo Suárez quiso celebrar el triunfo electoral llevándonos a todos los humoristas gráficos que colaborábamos en la prensa española, a celebrar un seminario sobre el humor a Granada. A pesar de los esfuerzos de Peridis y Máximo, que se tomaron muy en serio lo del seminario, aquel encuentro, que se prolongó varios días, sólo sirvió para que los profesionales del humor quedásemos encandilados para siempre con los encantos de la ciudad de Granada y los de su entorno, que también son muchos, y, además, para que en la convivencia diaria descubriésemos cómo éramos fuera del panel de dibujo.
Allí descubrí que Mena, el del humor sin palabras, era tan tímido que hablaba menos que sus personajes; que Pablo, el de la “oficina siniestra” de La Codorniz, saliera de sus viñetas; que Alfonso Abelenda, aunque llevaba varios años viviendo en A Coruña y dedicado exclusivamente a la pintura, seguía siendo escuchado como un oráculo por cuantos lo habían tratado en Madrid, cada vez que, estimulado su ingenio por unos lingotazos de güisqui, elaboraba una divertidísima lección de historia sobre el emperador Carlos V o las diferencias culturales entre árabes y cristianos durante la Reconquista.
Aquella convivencia sirvió también para que nos hiciésemos caricaturas unos a otros, y yo hice bastantes. Fue en Lanjarón, mientras tomábamos unas aguas en una mañana espléndida, cuando el humorista más joven del grupo, un muchachito canario agradabilísimo, me pidió una caricatura. En la mesa de al lado estaban Forges y Mingote, que elogiaron el resultado, y eso dio pie a un diálogo con los dos, que se repitió en días sucesivos, y me permitió comprobar lo acertado que estaba Abelenda cuando me había descrito a Mingote como una buenísima persona y lo que antes se llamaba “un perfecto caballero”. En efecto, Mingote era de trato correctísimo y afable, pero, además, como suele suceder en los hombres grandes de verdad, seguía siendo humilde a pesar del reconocimiento generalizado de su talento. Por cierto, el jovencísimo caricaturista que me había pedido que lo dibujase, se llamaba Fernando López Aguilar, y no tardó en convertirse en un excelente profesional, que años después cambió las viñetas por la política y llegó a ser ministro de Justicia, en el primer gobierno presidido por Zapatero.
Mi segundo encuentro con Mingote no fue personal, sino a través de un libro. Yo había escrito para Editorial Everest el titulado Castelao e os nenos, que fue finalista en los Premios de la Crítica del año 1988, Mingote formaba parte del jurado, y su voto iba a decidir el ganador. Votó por otro, pero explicó al crítico de arte Laureano Álvarez Martínez, mi mentor en el concurso, que no había votado mi libro porque era para adultos, y añadió: “para mí, que me lo llevo a casa para estudiarlo y conocer mejor a Castelao”.
Aunque aquellas palabras fueron dichas con encomio, creo, sinceramente, que Mingote estaba equivocado. No digo que mi libro mereciese el premio, pero sí que, aunque le interesase a él, mi libro era para niños. Sin embargo, lo importante es que en aquel momento me di cuenta de que si Mingote tenía algo que aprender de Castelao en un libro para escolares, urgía publicar un ensayo sobre Castelao artista, en español. Urgía, pero hacer ese trabajo con el rigor que requiere, me llevó media vida y no conseguí terminarlo hasta este mismo año. Lo escribí primero en gallego, y estos días estoy concluyendo la traducción al castellano. Lamento la demora, porque me encantaría enviarle un ejemplar a Mingote, en la seguridad de que aumentaría su admiración por Castelao.
Con motivo de la muerte de Mingote, el periódico ABC ha vuelto a recordar el título de “el Picasso de los periódicos”, que le diera Francisco Umbral en uno de sus artículos. Umbral lo había dicho “de pasada”, sin el menor énfasis, sin duda porque sabía que la comparación no era acertada. Y no lo era porque no hubo un Picasso, sino muchos Picassos; todos originales y audaces, pero con resultados irregulares. Mingote, en cambio, fue siempre el mismo Mingote, desde que encontró dentro de sí a Mingote; y por eso no creo que en su inmensa obra haya un solo intento fallido.
Se cuenta que en los años sesenta alguien preguntó a Picasso quién era el mejor dibujante de cuantos había en España, y que Picasso respondió: “Sin duda, Mingote”. No sé si la anécdota es cierta, pero podría serlo, por dos razones. Primera, porque era verdad; Mingote fue, mientras vivió, el mejor dibujante de España. Segunda, porque las sensibilidades estéticas de Picasso y Mingote eran afines.
De lo que no hay duda es de que Mingote consideraba a Picasso el gran dibujante de nuestro tiempo y quizá de todos los tiempos. En una entrevista decía textualmente: Mi gran pintor es Picasso, por supuesto, pero Picasso es el gran dibujante, sobre todo. Lo que revolucionó Picasso fue el dibujo, no la pintura. Y más adelante: Picasso también es un ídolo. Picasso ha influido en todos los mundos, y muchos que ni lo saben siquiera, pero Picasso ha influido en todo el mundo.
No lo dijo explícitamente, pero en ese “todo el mundo”estaba también él, el mejor Mingote. Y ya, por fin, cuando le preguntan si Mingote es el Picasso de los periódicos, suelta una carcajada y comenta con absoluta sinceridad: No, no; ojalá fuera yo el Picasso de los periódicos, pero no soy el Picasso de nada. Yo soy un principante de todo, un aficionado a todo.
A finales de los setenta la editorial Galaxia dio a conocer el precioso diario que en el año 1921 escribiera Castelao, durante un viaje por Europa. A todos nos sorprendió la incomprensión que Castelao mostrara ante la obra de Picasso, y de eso trata el primer capítulo del libro que, sobre Castelao artista, estoy a punto de terminar; y creo que acierto cuando doy las claves de aquel desencuentro. Pero lo que ahora quiero recordar es una conversación con el excelente crítico de arte, Miguel González Garcés, una mañana primaveral, en su casa de El Portazgo, en A Coruña. Garcés me dejó perplejo al comentarme que no entendía cómo Castelao no se había identificado con el Picasso dibujante, siendo las suyas, unas sensiblidades artísticas tan semejantes. Mi perplejidad se debió a que eso mismo lo había pensado yo muchos años antes, y lo había experimentado al seguir los trazos de uno y otro con la ayuda del papel vegetal y el lápiz; pero no podía imaginar que pudiera percibirlo alguien ajeno al ejercicio del dibujo.
Entre Picasso y Mingote esa afinidad me parece mucho más perceptible, y no sólo como consecuencia de la influencia del genial renovador “en todo el mundo”. No me extrañaría que si Picasso hiciese dibujo de humor, se pareciese a Mingote, y que si Mingote practicase determinadas formas del dibujo, como la de las de “La suite Vollard” coincidiese en buena medida con Picasso.
Pues bien, creo que, siendo muy distintas las obras dibujadas por estos tres artistas, tan distintas como sus personalidades, sus mundos culturales y sus ideologías, hay en los tres esa misma sensiblidad que se manifiesta en la elección de determinadas formas y trazos; y, además, algo indefinible, que sólo los grandes artistas poseen, que los gallegos llamamos “xeito” y viene a ser un compendio de gracia, originalidad, destreza, intuición y acierto. Ante los dibujos de Picasso, Mingote y Castelao, realizados con tanto “xeito”, cualquier dibujante encuentra respuesta a las infinitas preguntas de cada día. A todas menos una: ¿Por qué ellos sí y yo no?.
A Coruña, 4 de abril de 2012