José Couso en nuestra memoria, siempre

Jose Couso por Siro
José Couso por Siro

Hace cincuenta años mi profesor de francés, un hombre llamado Arsenio Espilla; un republicano que, por serlo, había pasado varios años en la cárcel de A Coruña, me puso en las manos un poema de Paul Elouard que yo no conocía. Cuando empecé a leerlo en voz alta ni siquiera entendía el significado de todas las palabras:

Sur mes cahiers d´ecolier
Sur mon pupitre et lees arbres
Sur le sable, sur lana neige
J´ecris ton nom

Pero, según avanzaba en la lectura, yo, que no tenía fe religiosa, sentía que aquellos versos sonaban en mis labios como una oración…

Sur toutes les pages lues
Sur toutes les pages planches
Pierre sang papier o cendre
J´ecris ton nom

Y cuando leí la última estrofa, aquella emoción que me había ido agarrando, verso a verso, se convirtió en un escalofrío que me recorrió el espinazo:

Et par le pouvoir d´un mot
Je recommence ma vie
Je suis né pour te connaitre
Pour te nommer
Liberté

Nunca olvidé aquella vivencia y cuando muchos años después escribí un manojo de relatos para chavales, y los recogí en un libro titulado Sonreír en Frades, los ambienté en los meses previos a la rebelión militar del 18 de julio, y creé la figura de un maestro republicano que antes de ser detenido por los falangistas, enseña a los alumnos este poema. En él está la síntesis de su testamento intelectual:

Y por el poder de una palabra
Reanudo mi vida
Nací para conocerte
Para nombrarte
Libertad.

Yo necesitaría hoy aquí la voz y el verso de Paul Elouard, de Pablo Neruda, de Dulce Chacón, de Uxío Novoneyra, de Juan Gelman o de algún otro gran poeta para decir todo lo que pienso y todo lo que siento en este encuentro en memoria de José Couso, ante su familia, sus colegas, sus amigos.

Porque yo no tengo el ánimo, ni la fuerza moral de la madre, Maribel Permuy, ni la de Javier Couso, el hermano, para dirigirme a los militares asesinos de José y a los jueces que archivaron la querella por asesinato.

Ni siquiera siento mi conciencia limpia para hablar hoy ante ellos y sus familiares y amigos, porque creo que yo pude hacer más, que todos pudimos hacer mucho más, para impedir la participación del ejército español en la invasión de Irak, y evitar las incontables víctimas de esta guerra atroz.

Si el bombardeo de Guernica parecía anunciar que las reglas de la Guerra acordadas en la Haya, en el 1922, habían perdido toda vigencia, después, durante la Segunda Guerra Mundial, se confirmó que la rendición de los ejércitos enemigos tendría que conseguirse masacrando la población civil de los respectivos países.

Lo intentaron los alemanes y los japoneses, y lo consiguieron los aliados, después de que la RAF bombardeara ciudades como Hamburgo, Berlín o Dresde, causando cientos de miles de muertos civiles; y que el Pentágono había escogido varias ciudades japonesas, para ser bombardeadas con miles de toneladas de una joven bomba incendiaria, fabricada en colaboración con una empresa petrolífera, que, previsiblemente, acabarían con el sesenta por ciento de la población.

Y como Japón no se rindió, se tomó la decisión de lanzar las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.

El mundo calló y no pasó nada. Tendrían que transcurrir muchos años hasta que los estudiosos de la historia cuestionaran la ética de las acciones bélicas de los vencedores.

Tanta confianza tenían los dirigentes norteamericanos en la complicidad de los medios de información del país, que en la guerra del Vietnam autorizaron la presencia de periodistas en el frente de combate; pero la prensa y la televisión llevaron a la opinión pública una información veraz sobre los horrores de la invasión y la humillación de la derrota, y los dirigentes políticos y militares acordaron que eso no se repetiría.

El periodista en general y el corresponsal de guerra en concreto, pasaron a ser temidos y odiados.

El Poder, ese Poder que es capaz de arreglar guerras por intereses económicos; que hace y deshace estados, y quita y pone gobiernos en el mundo; había querido una ciudadanía alienada, con una noción de la felicidad que va del botellón al consumismo.

Había querido una prensa sumisa, callada y ciega, ante el expolio del planeta, ante la destrucción de la naturaleza; ante las armas de exterminio masivo, empleadas en las guerras contra enemigos muy inferiores; ante la vulneración de los Derechos Humanos de los vencidos.

Pero José Couso, un hombre bueno, que amaba la profesión de periodista y creía en el deber de informar, abrió sus ojos enormes por nudos, para todos nosotros, a través de su cámara. Era un observador incómodo, y a cuyo objeto murió.

A cuyo objeto lo mataron, como al ucraniano Taras Protsyuk y al jordano Tarek Ayub.

Lo más terrible de una vida robada, como la de José Couso, es el vacío que nos queda en el alma; esta sensación de que siempre ganan ellos, los mismos, los malos. Para defendernos de esta negatividad necesitaríamos recordar la ejemplaridad del ser amante, del amigo, del paisano.

Yo guardo de él dos imágenes: grabando la propia muerte en el hotel Palestina, para darnos testimonio de un crimen de guerra; y, ya herido, camino del hospital, sin quejarse siquiera, hablándoles de los hijos a Jon Sistiaga y a Jorge, el cámara de Televisa; pidiéndoles que le mantuvieran la cabeza alta.

Llevar la cabeza alta es una actitud irrenunciable en la familia Couso Permuy. Viéndolos es imposible no sentirnos tocados, por su ejemplaridad. Es como si la firmeza y la valentía de su andar sacralizaran un camino que las personas de bien precisamos seguir.

Como periodista, como gallego, como ferrolano, me reconforta la convocatoria del Premio José Couso de Libertad de Prensa, creado polo Colexio Profesional de Xornalistas de Galicia y el Club de Prensa de Ferrol, para reconocer la labor -las más de las veces a heroicidad moral- de unos profesionales de la información que día tras día luchan por la libertad y por la dignidad de todos.

La convocatoria de este premio, como las iniciativas de otros colectivos en otras ciudades, hacen inútil la acción criminal de los desalmados que quisieron quitarle la vida a nuestro amigo. Porque José Couso no está muerto, ni lo estará mientras viva en nuestro recuerdo.

Quisieron matarlo, y lo hicieron inmortal al convertirlo en un símbolo. Cuando pensemos en José Couso ya no podremos cerrar los ojos ante la brutalidad del Poder, la vileza de los políticos, la cobardía de la Justicia y la perversión de los medios de comunicación, carentes de ética. La memoria de José Couso nos hace más conscientes y más fuertes.

Ferrol, 16 de mayo de 2008

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